martes, 29 de julio de 2008

24 de septiembre

Hacía una semana que me había convertido en “esposa de”, y sin duda, aún no comenzaba a disfrutarlo.
Praga resultaba asfixiantemente ruidosa. Sus calles estaban abarrotadas de gente que siempre portaba algo en sus manos, incluso al atardecer, acabando las existencias de los almacenes en aquellos suburbios dejados de la mano de un dios y algún que otro político.
Nos acercamos a un edificio estrecho y muy alto que parecía inclinarse contra su colindante. La pintura blanca de las paredes se empezaba a descascarillar y ensuciaba la calzada adoquinada. Las destartaladas ventanas de madera estaban abiertas de par en par, tratando de recolectar toda la luz posible.
En la entrada, un hombre ladró unas palabras en checo y, al ver que Rex fruncía el ceño, repitió rápidamente en alemán.
—No quiero ninguna chica. Van Hierr me espera —le espetó fríamente. Aún siendo español, aquel tosco personaje alzó una ceja y nos dejó pasar.
Resultó ser Van Hierr un ancianito con pintas adorables y bata de andar por casa. Parecía más un abuelo que una réplica cutre del fundador de Playboy. Nada más llegar me miró de arriba abajo. Lo primero que pensé entonces fue que me encontraba bonita. Nada más lejos de la realidad: analizaba cuánto podría ganar conmigo. Recuerdo que Rex negó con la cabeza al instante y parloteó un rato con aquel hombre en alemán.
De repente un sonido brusco atravesó el aire y, como de la nada, alrededor de nosotros empezó a caer una lluvia fina. Di una vuelta alrededor de mí misma, con consecuencias muy bruscas, porque me golpeé contra un saliente de un armario. Las diminutas gotas se dejaron de ver y la habitación se hallaba ensombrecida con figuras sin definir que se movían de un lado a otro.
Escuché a Rex, en la lejanía, mascullando algo. Me ayudó a poner en pie y posó su mano goteante sobre mi cabeza dolorida. Me quejé hasta que me quedé dormida en el taxi. Las explicaciones de mi reciente marido no llegaron hasta que estuvimos lejos de aquellos suburbios, lejos de aquella ciudad, lejos de aquel país.
—Lo he matado, —confesó encogiéndose de hombros— y el muy estúpido ha ido a sujetarse a la alarma de incendios.
Cualquier mente razonable pensaría que dónde habría quedado la cordura en aquel hombre. Una mente infantil y dañada como la mía solo se preguntó por qué demonios no se agarró al teléfono y, milagrosamente, marcó el número de emergencias.
—Todo ha salido mal. Todo está mal. El único consuelo que tengo es que me ha dicho su nombre. —parecía hablar para sí mismo.
— ¿Su nombre? —musité lentamente.
— ¡Oh, sí! Vamos a ir a verlo ahora. Vive a unos minutos del hotel donde nos quedaremos, aquí mismo, en Valencia…
Era absolutamente rubio, tanto que su cabello parecía blanco. Sus ojos azules parecían apagados y vacíos, que aportaban un aire infantil a aquella gigantesca figura.
Sus manos dolían. Sus besos quemaban y abrasaban mi piel. Sus uñas dejaban marcas rojas que surcaban mi cintura, mis caderas y mis muslos. ¡Demonios, me dolía el diafragma de jadear y sollozar!
Rex me acostó dulcemente sobre la cama del hotel. Las sábanas estaban frías y me dolía cualquier roce entre ellas y las sinuosas heridas. Le observé con los ojos entrecerrados. Me miraba sentado en una butaca. Me giré hacia mi costado derecho y quedé de frente a él. Cerré los ojos en cuanto extendió su mano hacia uno de mis doloridos pechos. Lo acarició sorteando los pequeños arañazos. Se acercó todavía más y lo besó como si temiese hacerme daño. Me estremecí cuando su cuerpo vestido me abrazó por encima de las sábanas. La oscuridad y el calor corporal me arrullaron hasta que quedé dormida.