miércoles, 18 de junio de 2008

Hace mucho

Hace mucho, sí, que no escribía un diario. También, hace mucho que perdí la confianza en mis palabras y la capacidad de discernir entre bien y mal (moralidad, lo llaman).
¿Es malo querer que la vida transcurra tranquila y lineal, sin alteraciones? ¿Es malo desear algo de anormal en esa vida?
Conocí a Rex el 17 de septiembre, a la salida de la escuela, y ese mismo día murieron mis peces, uno detrás de otro, como en un intento de avisarme por lo que estaba por llegar. Me pregunto todavía por qué no habré confiado en aquel escalofrío, pero los ojos de Rex seguían fijos en mí, aún después de haberlo dejado atrás en aquella esquina, apoyado en la pared y con las manos en los bolsillos.
Hoy ya he dejado bien atrás a Rex: he cumplido veinticinco, pero aún consigo oler su colonia, y aún me parece imposible que crezcan lirios blancos alrededor de su tumba.
Mis padres pensaron que era un acosador. ¿Qué más iban a pensar ellos? No sabían nada de la vida, ni de lo que se podía ofrecer a un comerciante que solo quería librarse de una boca de las 5 que debía alimentar en su casa. Lo cierto es que fue educado la primera vez que habló conmigo. Me dijo su nombre y me explicó que “desearía hablar conmigo”.
Las flores venían a casa, cada día una diferente, hasta que llegó el día en el que él vino con la rosa, directamente. Ese mismo día mis padres comenzaron a dar vueltas a una idea que no se me había permitido escuchar, pero que vi obligada a asumir el día en el que mi madre me llamó para confeccionar mi traje: me casaba con Rex.
Tuve una discusión con mi padre, poco antes de irme de aquel pueblo. El extraño me había comprado por todo el sueldo de toda la familia al completo, y él no se había negado. ¿Dónde quedó el amor paternal?
El día de mi boda fue el 17 de septiembre y hacía ya un año desde que había conocido a Rex. Un año desde que las flores seguían llegando a casa, a cada cual más exótica. Romper espejos y montar en cólera no fue suficiente: la mano de mi padre, marcada en mi mejilla, sentenció que mis sollozos eran inútiles y que mi vida ya no me pertenecía.
Me gustó sentirme presa, en el fondo me gustó. Pero afloraba la rebeldía por cada poro mientras, metida en aquel coche, imaginaba lo que pasaría a continuación.
La habitación estaba demasiado decorada y las cuatro copas de vino que me había tomado en el festejo me habían nublado parcialmente la vista. Rex me dejó en el suelo y yo me tambaleé hasta un taburete frente al tocador. El rostro lívido con el maquillaje recargado, los ojos marrones llorosos, los labios entreabiertos a la espera de un grito que se ahogó en aquella gigantesca mano. Clavé las uñas en el dorso de la mano, con fuerza, haciéndole sangrar. Sin embargo, solo me dedicó una sonrisa y me besó el pelo, sin dejar de clavar su mirada azulada en mis ojos inundados de lágrimas.
—Pronto aprenderás. Pronto, pequeña…
Se desprendió de mí como si fuese despreciable tocarme. Cuando se sentó en la cama, sereno, y me llamó con un gesto, lo primero que pasó por mi cabeza fue echar a correr. Lo intenté y la puerta cerrada a cal y canto paró mi huida. Él se rió a mi espalda. Le divertía verme tratando de abrir aquella puerta, vestida de blanco, con el maquillaje empezando a deslizarse sinuoso en mis mejillas, mirando con terror esa mano que me ofrecía. Sollocé cuando frunció el ceño y se levantó para llevarme él mismo a la cama. Me deslicé hacia el suelo con la espalda pegada en la pared y sollocé aún más fuerte. Cuando me asió por los hombros traté de pegarle, sin resultado, pues me arrastró hacia la cama.
Nunca le interesó el sexo, o más bien nunca le interesó conmigo. Esa noche tan solo me quitó el vestido y lo rasgó en mil pedazos, solo me contempló encogida en la cama, esperando un intento que no llegó. Solo cuando había conseguido conciliar un sueño ligero, sus gigantescas y ásperas manos ataron las mías a la cabecera de la cama. El continuo manoseo me dolía, me arañaba con las maltratadas manos. Tan solo lloré unos minutos, después fue fácil olvidar lo que ocurría. Fácil, sí, hasta que esas hoscas manos hicieron presión en mi cuello. Grité, pero tan solo salió un gemido de mis labios. Me resolví bajo él. Imperturbable, se acercó a mi oreja derecha y me arrancó la pequeña perla encadenada a un pendiente de oro. Grité. Ahora sí logré escucharme a mí misma pedir ayudar y suplicarle que me dejase ir. La sangre me manchó tenuemente el hombro, apenas unas gotas, pero mi alarma creció sin descanso y volví a gritar con más fuerza. Sus manos volvieron a mi cuello ejerciendo más presión que antes.
Sus labios se entreabrieron y susurró cerca de mi oreja izquierda:
— ¿Vas aprendiendo, pequeña? ¿Quién soy yo? A ver, dímelo, ¿quién soy yo?
—Rex… —la presión que había disminuido volvió a aumentar.
—No, pequeña, muy mal. Yo soy tu dueño, tu mundo, la única cosa que debe importarte a partir de ahora. Contéstame, ¿has entendido? —pasó la lengua por la herida de la otra oreja. El contacto con su saliva hizo que me ardiera la piel y que mi voz saliera quebrada.
—Sí… Rex, mi amo… —él se carcajeó y me dejó libre.
—Olvídalo, suena demasiado pretencioso. —Comentó mientras desataba mis manos— Me conformo con “Rex”.
Esa noche dormí encogida en un lado de la cama. Incluso cuando dormía podía escuchar su respiración en mi cuello, amenazante y alerta. Sin embargo, lo que ocurrió una semana después me perturbó sobremanera…

1 comentarios:

.Filthy Victoria. dijo...

Lo mío no será un post guay pero..

Me·en·can·ta..

Y quiero seguir leyendo :3.

Te quiero, sisita bonita ^^.